Por Álvaro Sánchez León (elconfidencialdigital.com)
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JUAN MAYORGA es dramaturgo, filósofo, matemático, Premio Nacional de Teatro y el sillón M de la Real Academia Española. Hace diez años escribió ‘La lengua en pedazos’ y la dirige durante todo este adviento en el Teatro del Barrio. Con maestría, nos trae a santa Teresa de Jesús al corazón de Lavapiés y de la sociedad del ‘black friday’.
Sobre las tablas, pero detrás del telón. Dramaturgo. Filósofo y matemático. Premio Nacional de Teatro. En las esencias del arte y en el horizonte brillante de la imaginación. Maestro zen de las palabras cuerdas con el coraje de tambalear las butacas con catástrofes constructivas. Atenta en adviento en el Teatro del Barrio con La lengua en pedazos: una bomba ascética, mística y “enamorante” que coloca a santa Teresa de Jesús en el corazón de Lavapiés. Explota la nobleza quijotesca en una platea social donde cabalga la polarización. Reflexión, diálogo, interpelación, reunión, trascendencia, reset. Pulcritud, bellasletras, elegancia, contundencia, consciencia, ilusión, materia prima, forma sustancial, civismo, derivadas y curvas que elevan las cotas de humanismo con la sana autoridad de su altavoz. En enero bajará el telón de Silencio con Blanca Portillo. Es la M de la RAE: mayéutico, magnánimo, mapamundi, maremágnum, maravilla, melodía, milagro, mediatriz, modestia, mixtifori, memoria, melopeya y Madrid.
Septiembre de 2019. “Estimado Álvaro: Desde la RAE me dicen que quiere usted contactar conmigo”. Dos años y dos meses después, correos que vienen y van, hoy hemos quedado con Juan Mayorga en el Teatro del Barrio. Rojo. Negro. Lavapiés.
Madrid. Frío. Lluvia. Lunes. Gris. Con la excusa de hablar sobre La lengua en pedazos, que estará hasta el 27 de diciembre sobre este escenario singular, Mayorga nos concede toda la hora de la merienda antes de que Clara Sanchís sea santa Teresa de Jesús de ayer y de hoy, y Daniel Albadalejo mute en la santa inquisición de siempre. Insisto: no estamos en jesuitinas. Estamos en el teatro más político del Madrid de las letras y las pancartas.
Filósofo analista: piensa las respuestas en busca de la médula espinal. Matemático literario: mide cada palabra con el metro de la posible exactitud y la bendita oportunidad. Dramaturgo: actúa sin postureo con toda la verdad de un artista con sus mil vidas. Discreto. Interesante. Sencillamente atractivo. Descaradamente teresiano.
Hace 32 años que Juan Mayorga escribió su primera obra teatral. Desde entonces, treinta y muchos textos largos y veintitantos cortos. Muchos telones abiertos en todo el mundo. Premio Nacional de Teatro (2007), Premio Valle-Inclán (2009), Premio Max al mejor autor en 2006, 2008 y 2009, Premio Nacional de Literatura Dramática (2013), Premio Europa Nuevas Realidades Teatrales (2016) y Premio Nacional de las Letras "Teresa de Ávila" (2016), como es lógico. Académico desde 2018. Buena persona desde 1965.
Mayorga ha escrito El arte de la entrevista (2014)… El listón está al máximo de gálibo en esta conversación. Se abre el terciopelo de barrio.
Estamos en los pucheros. Aquí, cada lunes, hasta el 27 de diciembre, Teresa de Jesús se hace puramente contemporánea.
Cuando escribí el texto y cuando lo puse en escena tenía en la cabeza construir una cita entre el pasado y la actualidad, entre el siglo XVI y el XXI. Desconfío de las operaciones de actualización y de las operaciones historicistas.
No es fácil ser fiel al pasado sin interpretarlo en el presente.
Aunque lo más habitual es contar hoy lo de ayer con ojos de hoy.
También me advierto contra la tentación de colocar un acontecimiento histórico en nuestro siglo con una actualización, que muchas veces se convierte en un centrifugado de todo aquello que no nos interesa. Agarramos un hecho del pasado y lo traemos aquí en una suerte de colonización seleccionando los ingredientes actuales muy subjetivamente. Es ese “salto del tigre” al pasado del que hablaba Walter Benjamin, que es lo que hace la moda.
La narración mayorguiana es un puente entre los tiempos.
Yo intento aprovechar las posibilidades del teatro para construir, torpemente, una cita peligrosa entre el pasado y el presente. Aquí estamos en el siglo XVI y, al mismo tiempo, en el XXI, porque el teatro es el arte del desdoblamiento. Aquí tenemos a Teresa y a un inquisidor y, a la vez, a dos actores que son contemporáneos, que respiran nuestro mismo aire y nos advierten de que estamos en el siglo XXI. Pretendo que el espectador atienda no solo a lo que entiende inmediatamente, sino también a aquello que nos es extraño. Teresa y el inquisidor son contemporáneos y también intempestivos. Pertenecen a nuestro tiempo, pero de alguna manera son ajenos a él. En esa tensión es donde intento practicar teatro cuando me ocupo del pasado, en esta obra, y en otras como Cartas de amor a Stalin (1997) o en Himmelweg. Camino del cielo (2003).
Me ha parecido pura vanguardia traer a una santa que se gana el cielo del público a este Teatro del Barrio, “un espacio político y micro político que se nutre del movimiento ciudadano”.
Hemos sido muy conscientes de este viaje. La lengua en pedazos se ha presentado en dos ocasiones en el Fernán Gómez, en la plaza de Colón, y hoy se presenta en Lavapiés. Yo, y seguramente Clara Sanchís y Daniel Albadalejo, que interpretan esta obra, respetamos a todos los espectadores y queremos establecer una comunicación con cada uno de ellos, pero es cierto que ellos completan la obra de forma distinta. El teatro es el arte de la reunión de los actores con los espectadores y haber traído a Teresa y al inquisidor al Teatro de Barrio es un gesto. Hay acciones y palabras de la obra que cobran un valor distinto, porque están siendo completados de forma diferente por los espectadores. Este teatro tiene una vocación política y para nosotros es muy interesante que se desarrolle aquí esta experiencia, que es un combate.
De pronto, este escenario que parece un convento, se convierte, efectivamente, en un ring. En una esquina, santa Teresa, y en la otra, la Inquisición. Esta obra es una pelea verbal entre lo políticamente correcto y la libertad del amor y del espíritu, entre lo previsto y la fuerza rompedora de la fe y de la gracia, entre la iglesia de los hombres y una mujer de Dios.
Siempre me recuerdo, sin retórica, que un texto sabe cosas que su autor desconoce. Me gusta pensar que en esta obra puede estar todo eso. La lengua en pedazos es un combate y me agrada que vea un ring en esta propuesta poética. Aquí son fundamentales las trece sillas que están en el escenario: Teresa y las doce hermanas ausentes, presentes en ellas. Esas sillas componen un espacio horizontal para una pelea en la que se pueden percibir distintos enfrentamientos.
Varios rounds y en diversos planos.
Por un lado, hay una pugna entre un guardián de la institución y una subversiva, pero también podemos vislumbrar un enfrentamiento entre dos seres humanos que buscan sinceramente el sentido. Por eso hemos intentado construir un inquisidor no tópico, que no es solo un represor, sino alguien capaz de amar y de escudriñar un porqué, aunque los dos busquen las respuestas por caminos bien distintos. Teresa las encuentra en un Dios cercano y elocuente, incluso parlanchín, si se quiere, y el inquisidor las encuentra en un dios menos cálido, lejano y silencioso. También se observa un combate entre un hombre y una mujer, una oposición que, para nosotros, es fundamental. Finalmente, me digo que, de algún modo, cada uno de los protagonistas de este ring es doble del otro, en el sentido de que son una posibilidad del otro, como los dobles de nuestros sueños. No hay enfrentamiento más intenso que aquel que un ser humano puede tener con una posibilidad de sí mismo: con aquel que hubiera podido ser si hubiera tomado la decisión que no tomó, o si no hubiera tomado la decisión que tomó... Teresa podría haber sido el inquisidor, y el inquisidor podría haber sido Teresa. En los dos hay algo de crepuscular. Es importante que este combate haya sido aguardado por ambos con ansia, con esperanza y con temor, porque se trata de un enfrentamiento de esclarecimiento que a ninguno de los dos les dejará indiferentes. En este ring, los dos se encontrarán con su enemigo íntimo, con aquel que te conoce como no te conoce nadie y que, a la vez, es tu pareja más interior.
También es un enfrentamiento por el lenguaje.
También es un combate por lo que se puede y lo que no se puede decir. Al fin y al cabo, es una pelea por las palabras y la lengua misma queda hecha pedazos. Todo esto tiene que ver con el proceso de escritura. Yo comencé a leer el Libro de la Vida de santa Teresa y poco a poco fui descubriendo el valor que podría tener que algunas de sus expresiones apareciesen como respuestas a un interlocutor interrogador. Incluso me atreví a desplazar frases de Teresa a la boca del inquisidor e inventarle palabras a Teresa que nunca dijo y que me hago a la ilusión de que los espectadores acepten como teresianas. En el proceso de confección de la obra ha habido un interés de dar a nacer a la figura del inquisidor desde la palabra misma de Teresa, desde las grietas de su conciencia. De algún modo, el inquisidor asalta su castillo interior.
¿Cuesta hablar de Dios en el teatro contemporáneo?
Es cierto que es un asunto poco frecuente en el teatro español, al menos hasta donde yo conozco. El mundo de la religión y de la espiritualidad me resulta fascinante. Decía Terencio que “nada de lo humano me es ajeno”, y a mí la experiencia religiosa ha de interesarme. No puedo permanecer ajeno a ella. Por supuesto, eso no implica necesariamente que la comparta, pero he de explorarla. Esta es una obra, también, sobre la experiencia religiosa.
Coloca usted a una monja en medio de un escenario para rodearla de respeto.
Yo siento un enorme respeto hacia las personas consagradas a la espiritualidad, más allá de mis propias creencias. Me parece que quienes toman ese camino nos recuerdan, con su modo de vivir, algo muy importante: la necesidad que el ser humano tiene de trascendencia. Necesitamos comer y dormir y sin ello no sucede lo demás, pero también estamos a la búsqueda de sentido.
La lengua en pedazos es mensaje y contenido. Espejo interior. Sacudida. Trascendencia. De pronto, las butacas de Lavapiés se vuelven ascéticas y místicas. Humanas y divinas. Muy potentes.
Ojalá sea así. Yo me digo que el teatro debe ser, ante todo, una experiencia poética en el espacio y en el tiempo. Quiero creer que los espectadores están participando de esa experiencia examinándose a sí mismos, en este caso, su relación con la fe y los credos, se adhieran o no a fe o credo alguno. Ellos asisten a posibilidades de la vida humana y, por tanto, a posibilidades de su propia vida.
Su Teresa encaja perfectamente en esta esquina de Lavapiés. Y puede ir en metro y rezar por Malasaña.
Así lo creo. La Teresa de Jesús histórica es un personaje enamorante y monstruoso, en el sentido barroco de la expresión: te desborda, te extraña, te escandaliza, pero te enamora. Yo daría lo que fuese por pasear ahora mismo con ella por la plaza de este barrio e invitarle a un vino. Sería maravilloso. Teresa de Jesús es una mujer impresionante. Puede ser radicalmente contemporánea y radicalmente intempestiva, así como fue muy de su tiempo y, a la vez, extraña a sus días.
Compendia usted -y Clara Sanchís lo borda- todos los planos de la Teresa madura: mujer, cristiana, culta, monja, teóloga, rebelde con causa, escritora, libre, enamorada, feminista, valiente. Teresa es auténtica. Teresa no es cínica.
En la obra estamos ante un proceso que antes que al público se abre a la propia conciencia de Teresa. Hay algo muy significativo en una de las primeras palabras del inquisidor: “Quiero darte palabra, no para conocerte, sino para que te conozcas tú”. Es decir, el inquisidor quiere constituirse en una suerte de psicoanalista anticipado que dice: háblame y tu misma palabra te conducirá a revelarte a ti las grietas que subyacen a esa fachada tan aparentemente sólida e impecable.
Llama la atención que, cuando ella habla y empieza contándole el momento heroico en que decide ir a la Encarnación, el inquisidor le plantea rebobinar más atrás: “¿Tuviste padres?”, ¿por qué no me hablas de tu abuelo?”.
Es fundamental que el inquisidor haga que Teresa se confronte con su pasado, incluso con el que la precede. Esta reconstrucción del pasado no pretende ser solo informativa, aunque sirva para que un espectador que no conozca su figura se dé cuenta de cuántas vidas caben en una vida y cuántas vidas hubo en ella. También se busca que la propia Teresa se confronte con su historia. Casi todo lo que se presenta en La lengua en pedazos está en el Libro de la Vida, pero no es lo mismo que una persona lo cuente en su madurez, cuando su proyecto se ha impuesto, a que deba volver al pasado a través de las interpelaciones de su enemigo íntimo.
Desde que escribió este texto en 2011, lo habrá pensado muchas veces: ¿De dónde le viene a Teresa la palabra?
Es algo que nos preguntamos siempre ante los grandes: ¿de dónde le viene la palabra a Lorca o a Valle? Probablemente, pocas personas merezcan tanto esa pregunta como Teresa, porque es uno de los escritores más importantes que ha habido en cualquier lengua. Cuando me preguntan por mis propios santos, respondo que los griegos, Shakespeare, Calderón, Kafka, Borges, y siempre aparece Teresa, como una escritora extraordinaria que es capaz de frases como algunas de las que aparecen en esta obra y que he recuperado. Buena parte del deseo que impulsó mi trabajo fue que esas palabras fuesen pronunciadas y, por tanto, convertidas en experiencia de escucha, que es distinta de la experiencia de la lectura. Teresa dice, por ejemplo, “mi vida solo han sido trabajos del alma”, una frase maravillosa; o caracteriza a las mujeres como “mariposas cargadas de cadenas”, enunciado extraordinario que podría arrogarse cualquier poeta de vanguardia de principios del siglo XX.
¿Y de dónde le viene la palabra?
Yo creo que de su experiencia como lectora, que es fundamental en mi interpretación de Teresa y lo es en La lengua en pedazos. Hay algo de quijotesco en la santa. Es significativo, como señala la obra, que en su infancia fuese lectora de libros de caballería, como lo fue el caballero de la triste figura. Hay algo de búsqueda del sentido y de construcción de otro mundo través de las palabras mismas y hay algo de convertir las palabras en causa para la acción. Resulta estremecedor recordar, como hacemos en la obra, que Teresa dice que nunca dejó de ser ni lectora, ni escritora. Dice que tiene miedo a “entrar a oración sin libro”, porque los libros son escudo contra el caos y el desorden de los pensamientos, y expone en cierto momento que ella escribirá “mientras pueda sostener la pluma”. Las palabras proceden de una experiencia infantil y adolescente muy intensa en torno a la lectura y se convierten para ella en una fuente de sentido. A veces utilizo una expresión maravillosa que debemos al catalán: letraherido [“Que siente una pasión extremada por la literatura”, define la RAE]. Teresa es la letraherida por antonomasia. A ella la palabra la ha herido y eso es importante en una obra que se llama La lengua en pedazos.
En un mundo tan polarizado, de pronto aquí explota una bomba de nobleza -texto, interpretación y protagonistas- que une al público en un aplauso trascendente.
Antes hablábamos del amor de Teresa, y la Teresa histórica y la que hemos intentado construir está llena de amor. No hay violencia en ella. Uno sabe que los credos han sido y son convertidos por algunos seres humanos en causa de división y conflicto, pero en Teresa hay una extraordinaria oferta de amor, que está en el centro de su carisma. Eso es lo más enamorante. Como dice la obra, “al final, es solo el amor el que habla”. Resulta que el inquisidor, que es el más moderno de la pieza, el que habla con más escepticismo de las visiones de la santa, de su relación sensual con lo trascendente, que se burla de que ella admita haber visitado al infierno…, nos es más afín y más cercano. Pero hay algo enamorante en la capacidad de amar de Teresa y eso hace que nos reunamos con ella, aunque no nos adhiramos a la coherencia de su fe. Su autoridad nace, precisamente, de ese amor total.
A usted le vino el don de la dramaturgia casi por accidente. A los 16 años -“envenenado de lecturas”- le llevaron al teatro y allí sintió ¿una llamada?
Después de hablar tanto de santa Teresa, puede parecer que esa llamada es una vocación religiosa, y más que eso, fue un descubrimiento de que el teatro era un lugar maravilloso en el que estar. Entendí desde el principio que el teatro era el arte de la reunión y de la imaginación. Atisbé un arte en el que me juntaba a otros a quienes no conocía y en el que era fundamental mi complicidad imaginativa.
Empezó usted con platos fuertes. Nada de comedias de una tarde de verano. Nada de musicales con luces. Cuenta usted que la trilogía de su absorción empezó con Lorca y Doña Rosita la soltera.
Sí. Reparo ahora en que, a mis 16 años, el adolescente que era yo estaba viendo en aquella obra nada menos que las edades de una mujer. De alguna manera, contemplaba el gran misterio de la vida, que es el tiempo que nos atraviesa, que vivimos en el tiempo y el tiempo vive en nosotros. Y lo estaba presenciando gracias a una actriz que en una hora y media me hacía ver todas las edades de su vida solo a través de la elocuencia de su voz y de su gesto, y de unos pequeños aditamentos ingenuos, porque siempre lo son, a los que llamamos atrezo. El teatro me estaba interpelando en algo que me importaba mucho. Debo decir que tuve suerte, porque llegué relativamente tarde a este arte, pero empecé con Lorca.
Y después vio Seis personajes en busca de autor, de Pirandello, en el montaje de Narros. Y luego, La vida es sueño, de Calderón, en el montaje de Gómez…
Tuve la suerte de que el teatro al que asistí en aquellos años me respetaba como espectador: me exigía, me trataba como una persona capaz de imaginación, de memoria, de construir experiencias, de tener una posición… No era un teatro de amiguetes. No era un teatro elemental. Yo veía La vida es sueño y contemplaba a un tipo que me estaba diciendo que “el delito mayor del hombre es haber nacido”… ¡Casi nada, para un adolescente! En el teatro descubrí un arte que, como decía Aristóteles, consiste en la representación de las acciones humanas posibles a través de los actores. Si el centro de tus intereses es la acción humana, si te cuestionas por qué alguien amenaza o seduce, por qué alguien enamora o trata de arrebatar el amor, el teatro es tu arte.
Habla usted del poder transformador del teatro.
El teatro es una forma de intervenir en la ciudad. Estos lunes se reúnen aquí personas a las que generalmente no conozco por una provocación que un día imaginé. Es una manera de intervenir en la vida de la polis. Aquello empecé a intuirlo viendo Doña Rosita la soltera, y no he dejado de caminar en ese descubrimiento. El teatro es mi buen lugar para relacionarme con el mundo.
Aunque le atrapó el teatro en su adolescencia, en sus años del Ramiro de Maeztu apuntó a la Ingeniería y acabó estudiando Filosofía y Matemáticas. Letras y ciencias. El humanismo. Y la búsqueda de la verdad y sus dotes para la imaginación le fueron redirigiendo definitivamente al teatro.
En aquel COU del Ramiro tendíamos hacia las ingenierías. Mi clase era la de dibujo técnico y química. Es cierto que podía parecer que alguien a quien se le daban bien las matemáticas debía derivar hacia una Ingeniería, porque era lo que, probablemente, brindaría más ocasiones para un puesto de trabajo. Antes de la selectividad tomé la decisión de estudiar Matemáticas y, poco después, Filosofía, por la UNED. Simultaneé ambas carreras. Siempre me digo que se trata de dos materias extraordinariamente formativas para cualquiera y, desde luego, para un dramaturgo. En mi adolescencia ya escribía, e incluso durante la Universidad tanteé muy ingenuamente el teatro, hasta que, por fin, en 1989 escribí Siete hombres buenos, que se ha estrenado por primera vez en 2020 en un montaje muy bonito de Rafael Rodríguez, que, por cierto, anuncia para mayo el estreno de otra de mis obras, El jardín quemado, que no se había puesto en escena profesionalmente en España desde que la escribí en 1995. Hace, pues, 32 años que exploro la escritura teatral con tanta ambición como podía haber explorado antes la poesía o la novela.
Hay personas que manejan sus dones artísticos con un cierto sufrimiento. ¿Cómo vive usted su sensibilidad?
Me alegra que perciba mi sensibilidad. Yo no pertenezco a los agonistas de la escritura. Soy feliz escribiendo. El folio en blanco es un espacio maravilloso de exploración de la propia experiencia y de búsqueda de caminos de relación con los otros. No escribo desde el dolor, aunque, por supuesto, también hay momentos dolorosos en mi vida, que aparecerán en mi teatro, pero también hay muchas ocasiones de felicidad, de alegría, de amistad y de motivos para la celebración, que también están en mis textos. Creo que tengo sensibilidad para lo uno y para lo otro. Cada día nos encontramos con el infierno y con el cielo.
Muchas personas que se dedican al arte tienen una forma de ser difícil de serenar, y a usted se le ve muy equilibrado.
Mi trabajo consiste, en buena medida, en encerrarme para enloquecer y compartir mi locura con los demás. Uno puede escribir la Metamorfosis y trabajar para una oficina de seguros -Assicurazioni Generali- en Praga, como hizo Kafka. ¡Qué mayor delirio que El Quijote, y cuán sensato parece Cervantes! Intentar comprenderse a uno mismo y vivir de manera que los otros puedan confiar en ti no es incompatible con el asalto del mundo que requiere la poesía. Personalmente, mi mujer y mis hijos son lo que me da más toma de tierra. La familia te recuerda una y otra vez dónde estás y lo pequeño que eres.
¿Y las matemáticas y la Filosofía?
Las matemáticas son una extraordinaria construcción de la imaginación humana, y la Filosofía, también. La Filosofía me exige preguntarme una y otra vez quién soy y cómo me relaciono con los otros, incluso con los seres humanos del pasado y del futuro. No sé si todo eso conduce a la sensatez o a posiciones radicales que puedan parecer insensatas a los demás. El teatro y el arte han de ser capaz de darnos a pensar sobre aquello que normalmente está soterrado, lo que está ahí y, sin embargo, permanece escondido. Lo propio del arte de la creación es el coraje y no hay forma más alta de coraje que la sensatez. Aspiro a ser una persona estable y centrada, a hacerme las preguntas decisivas, a que otros puedan confiar en mí, y a encontrar personas en quienes yo pueda confiar.
Parece que esa aspiración a la estable normalidad centrada es una realidad.
He sido una persona muy afortunada en mi vida. La suerte, en mi caso, consiste en haber tenido encuentros maravillosos con personas que han conformado mi biografía, hasta ahora. Tuve la suerte de nacer en una familia que me cuidó, he tenido la suerte de tener algunos amigos, no muchos, y he tenido la suerte de conocer a una persona con la que he formado una familia en la que creo que cada uno vela por los demás. Todo eso me da mucha fuerza y mucha seguridad, y me hace estar muy cerca de la tierra. No me siento legitimado para decir que soy una persona normal, porque no sé qué es una persona normal y, además, sería una arrogancia por mi parte.
¿El teatro puede ser una catarsis y a la vez un puente?
A veces me digo que deberíamos hacer un teatro tal que los cobardes lo eviten, porque puedan percibir que en ellos ocurre algo que les concierne. Ese objetivo no está lejano a lo que buscamos con La lengua en pedazos: que el espectador que venga se encuentre con acciones y palabras interpelantes. El teatro al que aspiro debe provocar una catástrofe en el espectador. No hablo de “catástrofe” en sentido negativo, sino en su acepción desestabilizadora. A veces pienso que lo ideal sería que el espectador no volviera a su casa o que volviera irreconocible.
¿Hasta qué punto la verdad es vanguardista y la hemos relativizado tanto en el arte que se ha convertido en lo de menos?
Me tomo muy en serio la palabra “verdad” y cuando la pronuncio pienso en los griegos. Creo que no hay otro camino hacia la verdad que la exploración colectiva de nuestro propio lenguaje, que no hay otro lugar para acercarse a ella que el diálogo tenso y siempre insuficiente. Me emociona recordar al viejo Sócrates saliendo a las calles de Atenas y preguntando a sus conciudadanos: ¿Qué es para ti la justicia? ¿Qué es para ti la belleza? ¿Qué es para ti la verdad? ¿Qué es para ti el bien? Iba encontrando definiciones y propuestas que son siempre insuficientes, pero en la tensión de la búsqueda del concepto, fallida y frustrada, se va esclareciendo colectivamente la realidad. No creo en una trascendencia de la que quepa esperar la luz. No hay otra luz que la que podamos encontrar entre todos en la confrontación de argumentos, a pesar de las dificultades. En este contexto me acuerdo de Heráclito, que dice que los seres humanos nos hacemos la ilusión de que poseemos la razón, cuando la razón solo se puede poseer entre todos. Es muy sugerente que en el mundo griego se llame “logos” a la razón, al lenguaje y a aquello que vincula a los seres humanos.
Pero no es relativista.
No soy relativista, ni creo que todos los argumentos tengan el mismo peso. Tengo una formación científica y valoro el esfuerzo por intentar aclararse en el diálogo con otros. Los seres humanos podemos descubrir la verdad conversando en este mundo en el que es tan difícil encontrar certezas.
Con Teresa de fondo: ¿hay relación entre verdad y caridad?
Pienso que cada ser humano ha de sentirse responsable de todos los demás, otra cosa es que seamos capaces de vivir según ese principio. Hablando de Teresa y el inquisidor, me parece seminal la parábola del buen samaritano: aquel que encuentra a alguien que ha sido herido por otros y, siendo un extranjero, decide hacerse cargo de él. Cada ser humano es interpelado por el sufrimiento y la debilidad de los demás. ¿Quién puede vivir a la altura de esa interpelación? Solo los santos… La razón y la verdad son siempre frágiles. Solo podemos acercarnos a ella en una permanente puesta en crítica de cualquier discurso y cualquier enunciado. A esa crítica estamos llamados todos. Todos deberíamos preocuparnos por estar tan informados y ser tan tenazmente críticos como nos fuera posible. Estamos rodeados y atravesados de textos. Todos estamos llamados a ser severos comentaristas de texto.
En La lengua en pedazos y en otras obras suyas vemos austeridad y sobriedad. En pleno Black Friday…
Teresa decide hacer una convocatoria para vivir lo que ella llama “la pobreza de la cruz”, y que en nuestra versión convertimos en “la riqueza de la cruz”. Construimos esa paradoja y se la proponemos al espectador, porque puede ser interpelante. Yo creo que es absolutamente necesario que redescubramos cómo podemos prescindir de muchas cosas superfluas y evitar lanzarse a un consumismo compulsivo, que ya ha dejado de ser una opción personal. Es perentorio que tendamos a eso si nos tomamos en serio que este planeta sea habitable para otras generaciones.
En enero estrena Silencio en el Teatro Español. Un discurso. Palabras y silencios. Dice usted que “en el teatro el silencio se escucha”. Me interesa el paralelismo entre el sentido real y el figurado de esa expresión, porque el silencio lo hemos repudiado de nuestras vidas. Silencio, hay que decirlo, con Blanca Portillo.
Cuando asumí la responsabilidad de pronunciar un discurso de ingreso en la Real Academia Española, tomé la decisión de que, siendo autor de teatro, tratara sobre el teatro. Además, quise que incluso fuese una meditación y celebración de este arte. En ese punto, pensé que, entrando en la casa de las palabras, no había término tan revelador acerca de nuestro quehacer como “silencio”, que es interesante cuando aparece en un texto teatral, porque debe ser dicha por un personaje, como en La casa de Bernarda Alba, por ejemplo; cuando aparece en una acotación, porque ha de ser practicada, y cuando surge en una sala de ensayos mientras exploras una obra y el grupo conviene en que es necesario un silencio. La palabra “silencio” tiene algo de paradójico, porque permite reflexionar sobre aquello que no está en el texto, porque es experiencia en el espacio y en el tiempo, y está más allá de lo literario. Yo quería reflexionar sobre el hecho teatral como irreducible a su base literaria, si la hay.
Pero aquí, además, hay una cierta trinidad…
Cuando escribía ese discurso empecé a intuir que, en su oralidad, alguien distinto de mí pudiese pronunciarlo, y en el propio discurso sugerí la imagen de que, en vez de pronunciarlo yo, hubiese pedido a un actor o actriz que lo hiciesen en mi nombre. Cuando esa fantasía estaba en mi cabeza, empecé a imaginarme a Blanca Portillo, amiga y actriz maravillosa y superdotada, porque sabía que le podía entregar ese encargo. Esa fantasía implícita en mi texto se ha ido haciendo realidad. En los últimos días del confinamiento empezamos a hablar sobre un espectáculo que se llamaría Silencio en el que una actriz va a pronunciar un discurso ante la RAE y lo que sucede es que aquellos fragmentos teatrales que yo citaba -Antígona, Las tres hermanas, La casa de Bernarda Alba…- ella los pondrá en escena, de alguna manera. Incluso hemos llegado a imaginar más. Estamos ahora mismo en la sala de ensayos y estoy gozando del trabajo con Blanca. Deseando que llegue el momento de encontrarnos con unos espectadores que compartan con nosotros esta celebración del teatro en cuyo centro está la experiencia del silencio.
¿Se siente distante del panorama teatral español?
Yo me siento parte de la tribu. En el mundo del teatro hay algo muy característico que a mí me conmueve: yo voy a un estreno a Japón y, de pronto, estoy hablando con un tipo que me habla de Seis personajes en busca de autor, o de Chéjov, que nos une mucho, o de pronto uno recuerda la muerte de Cordelia, porque quizá trabajó en un montaje de El rey Lear… Somos una tribu y siento que pertenezco a ella. Al mismo tiempo, estoy en conversación permanente con mis amigos filósofos, mis amigos matemáticos, y ahora estoy en la RAE, y cada vez que entro allí trato de intervenir con toda responsabilidad, porque me parece fascinante la pelea por llevar al diccionario palabras que todavía no han sido definidas o corregir una definición.
Ostenta usted en la RAE el sillón M. Quizá en algún momento la academia se plantee incluir la palabra “mayorga” para definir a un artista con los pies en el suelo y eco universal.
Veo con pudor que a veces se utiliza el adjetivo “mayorguiano” para hablar de personajes o situaciones teatrales, y ya eso me da mucha vergüenza…
Bendito pudor noble. Muchas gracias. Se cierra el telón.