Crítica True West. Genuino Shepard

16/12/2021

Por Roberto Corte (nortes.me)

  • La poética de Shepard ha generado unas claves y un naturalismo psicológico en la interpretación que está ya en el imaginario de los espectadores. Y ni Tristán Ulloa ni Pablo Derqui defraudan.

True West Pablo Derqui Tristán Ulloa Montse Tixe Joseluis Esteban Jeannine Mestre

Shepard dejó una huella indeleble en el cine, pero comenzó dando lo mejor de sí en el Off contracultural de Broadway. Después consiguió el éxito con este True West y Locos de amor, que en España tanto gustó a finales de los años 80 y fue representado por grupos de todo pelaje y condición. Su genial personalidad creó un universo áspero y desapacible, poderoso y poético, con cowboys desbaratados y personajes entre salvajes y delictivos, que pasan por el mundo buscando acomodo y no lo encuentran. La cazadora, las camperas polvorientas, los caballos, los diálogos secos y directos de rockero, emotivos, zigzagueantes, con pausas beckettianas y silencios muy evocadores, son ya elementos caracterológicos de un estilo que se desparrama transversalmente por sus muchas obras, subvirtiendo y cuestionando el orden previsible de la vida.
En True West –o El verdadero Oeste, que es el título con el que conocí la pieza– dos hermanos, Austin y Lee, se encuentran al sur de California en la casa de su madre, al irse ésta a pasar unos días a Alaska. El más joven, Austin, es un escritor ordenado y consciente, trabajador, que intenta vender sus guiones a la industria del cine. Y Lee es un buscavidas alcoholizado, que sobrevive realizando pequeños robos y pasando algunas temporadas en el desierto. La endiablada relación que se establece entre estos dos caracteres es el leitmotiv argumental, aunque será la incursión de un productor hollywoodiense, Saúl, y la disputa acerca de lo que ha de ser un “auténtico” guión de western –la dialéctica entre la ficción, la realidad y lo verosímil–, quien proporcione el tema cardinal sobre el que gira la acción y se desarrollan los acontecimientos.

 

La poética de Shepard ha generado unas claves y un naturalismo psicológico en la interpretación que está ya en el imaginario de los espectadores. Y ni Tristán Ulloa ni Pablo Derqui defraudan. El trabajo de los dos es enorme, excelente. Ulloa con un aspecto más de clochard que de macarra beat, pero clarividente en el desgarro y las amenazas, y Derqui amilanado y discreto al principio, pero arrebatado y furibundo en el estallido final. José Luis Esteban es Saúl, el turbio productor con su sello de oro y aspecto caribeño y Jeannine Mestre, como la madre, pone un punto final delirante al regresar de Alaska.

Montse Tixé desde la dirección consigue darle el pulso adecuado en esa dificilísima graduación de intensidades que van in crescendo desde el distanciamiento, el miedo, la perplejidad y la violencia, hasta alcanzar el clímax caótico y depravado del final. Quizá uno de sus mayores aciertos sea el haber sabido ceñirse inteligentemente al contexto referencial del texto original (no quiero pensar lo que hubiera sido cambiar la máquina de escribir por un ordenador o el teléfono de pared por un móvil). El espacio de Sebastià Brosa recrea con gran verismo escenográfico y de atrezzo una cocina y salón de planta baja americana, en la que solo faltó que las tostadoras funcionasen para que las rebanadas saltasen por los aires. La música original de Orestes Gas, hipnótica y electrizante, resulta un complemento eficaz para las transiciones y quiero pensar –profano en la materia como soy– que está inspirada en el country de Hank Williams y su Ramblin Man, tal como recomendaba el autor. La épica de Sam Shepard tiene unas claves bien cimentadas y me da la impresión de que este True West las sigue a rajatabla. Largo aliento, pues, para un espectáculo que no defraudará al espectador aficionado.