True West

‘True West’: La vida es un camino fallido

Vuelve ‘True West‘ y vuelve a lo grande, como el espectáculo de dos corazones solitarios, dramáticamente intenso y conceptualmente tan rico como desasosegante. Dos horas mirando el abismo para demostrar que el abismo está en la cocina de nuestras casas, en nuestras relaciones más comunes, en el espejismo de eso que llamamos nuestra personalidad. Más allá de los secretos de una familia disfuncional, con un padre alcohólico en paradero desconocido, una madre naif y dos hermanos con una larga tradición de rivalidades entre ellos, ‘True West’ plantea hasta qué punto nuestro yo es complejo, hasta qué punto es solo un papel que interpretamos creyendo que es verdadero.

Y reflexiona, por tanto, sobre que no hay identidades estables e inmutables, que lo que creemos ser se derrumba, y que llevamos dentro aquello que despreciamos. Por eso, la vida equilibrada de Austin, con su matrimonio feliz y sus hijos educándose en instituciones selectas, su inteligencia, su impulso creativo y su talento como escritor cinematográfico van a autoinmolarse, destruirse y dar paso a ese animal violento que hay dentro de él.

Y de forma contraria, el autodestructivo Lee, su hermano, el que ha buscado en el alcohol, en el hurto y en la marginalidad una forma de hacer de su vida un desierto, llega a anhelar lo opuesto de lo que es: esa estabilidad de la clase media, del dinero seguro, de la fama como forma de redención personal. En ‘True West’ cualquier identidad esconde un trauma: la de desear ser otro; y una carencia: la vida siempre es un camino fallido.

Más allá de este tema, es además una obra que reflexiona, incluso irónicamente, sobre el hecho de escribir, sobre quién es escritor y cómo ha de serlo, es decir, sobre si la verdadera naturaleza de la escritura necesita de una experiencia límite, autobiográficamente límite, para poder manifestar la verdad. O la verdad hoy está atrapada por los neones de Hollywood, por la seducción del negocio del espectáculo, por el brillo del dinero.

Shepard salva el realismo de dos hermanos peleándose dando a la obra una dimensión mítica: todos llevamos dentro a Caín y a Abel, tratamos de anular al otro con la misma facilidad que asesinamos al yo que no nos conviene. Pero, además, Shepard plantea un espacio escénico que se convierte en la metáfora del alma de estos personajes, de su combate cuerpo a cuerpo. Un espacio escénico que, como el alma misma, se vuelve grotesco, y el orden del principio se torna en desorden, caos, exageración, violencia, extrañeza y distorsión surrealista.

El ‘True West’ de Montse Tixé, y la adaptación de Eduardo Mendoza, poseen esa fuerza y esa audacia del teatro transformado en indagación, en reto, en palabra y en gesto que emociona tanto como perturba. Un gran espectáculo. Y si no miren cómo Tristán Ulloa se deja la piel en el escenario.