LAS DOS EN PUNTO. Una oscura fábula que no una fábula oscura

19/05/2021

Por Blog Mi reino por un caballo

Las dos en punto Carmen Barrantes Mona Martinez Natalia Menéndez

Dos hermanas, Maruxa y Coralia, salen a pasear a las dos en punto, cada día, desde que sus padres murieron. Desde que sus padres murieron, en sus vidas han cambiado muchas cosas: ellas envejecen, la sociedad parece haberles dado la espalda y la una y la otra tiran de sí mismas como pueden para sobrevivir.

Esta podría ser una suerte de sinopsis de la obra «Las dos en punto» que, con texto de Esther F. Carrodeguas, dirección a cargo de Natalia Menéndez y protagonizada por Mona Martínez y Carmen Barrantes, nosotros hemos podido ver en la Sala Fernando Arrabal de las Naves del Español, en Madrid.

Maruxa y Coralia, son esas dos mujeres que algunos turistas o visitantes de la ciudad de Santiago de Compostela, habrán visto en una de las entradas del parque de la Alameda. Allí figuran desde hace muchos años (ya el que escribe, recuerda la colorida estatua de su época universitaria compostelana). Maruxa y Coralia, hermanas, nacidas en 1898 y 1914, respectivamente, vivieron en el N.º 16 de la calle Espíritu Santo, donde se ubicaba el domicilio familiar de los Fandiño Ricart. De madre costurera y padre zapatero. Trece hijos engendrados.

Compostela es todavía hoy una ciudad pequeña, que no alcanza los doscientos mil habitantes, pero, eso sí, mucho menos provinciana que otras de mayor densidad de población. Una ciudad abierta, tolerante, cosmopolita, activa culturalmente y bulliciosa gracias al innumerable número de peregrinos, turistas, que la visitan y al gran número de universitarios/as que estudian en la capital gallega. Doy buena fe de que es una ciudad vitalista y abierta, nada provinciana, con una mezcolanza edificante. Pero remontémonos unos cuantos años atrás en el tiempo. Por concretar, a la posguerra civil española. De acuerdo. Visualicemos, ahora, esta otra Compostela. Más oscura si cabe, más pazguata, ultra religiosa, mundana, en la que, por descontado también había un nutrido grupo de estudiantes universitarios de esos que siempre han cabalgado en la modernidad: los galleguistas, los republicanos. Pese a todo, aquella Compostela, no era sino una prolongación de una España gris, fea, rancia, invertebrada, deseosa de hallar la luz al final de un túnel demasiado largo.

Maruxa y Coralia ya paseaban su desparpajo florido y colorista en los tiempos previos a la guerra civil. Por aquel entonces, tal vez hasta pueda decirse que su encaje en el paisanaje de la ciudad no revestía mayor problema aunque, obvio, no pasasen desapercibidas para el resto (De hecho, en aquellos momentos eran tres las hermanas que salía a pasear por Compostela). Entre sus hermanos había algún anarquista y hasta un hermano que presidiría la secretaría de la CNT compostelana. A ellas se les relacionó, siempre, con la izquierda.

Pensemos ahora, qué sería de ellas en un contexto como el de la guerra civil. Qué suerte correrían las hermanas (y los hermanos). Pues sí: la de la franca represión, y nunca mejor dicho. Y en la posguerra, más de lo mismo: burlas, humillaciones, desprecios, vejaciones para dos mujeres que solo buscaban una individuación que parecía estar vedada para ellas por el hecho de pertenecer al género femenino.

El mito en torno a la figura de las hermanas llega hasta la especulación con posibles ultrajes en forma de violaciones, agresiones, abusos sexuales en el Monte Pedroso, que rodea una parte de la ciudad. El mito, fundado o infundado, que nos evoca y nos habla de la mofa antes que de la indiferencia. La mofa que la psiquiatra Marie France Hirigoyen llamaría acoso permanente, insidioso, capaz de transformarse en microtraumatismos para la psique de ambas hermanas. Para aquellos y aquellas que siempre han preferido optar por el conservadurismo, las dos hermanas eran dos locas, (dúas tolas, dúas toliñas), dos taradas, dos desgraciadas sin marido. Igual que para un racista un negro es un ser inferior o para un homófobo un homosexual es un desviado. Dos desviadas, sí, dos desviadas de la campana de Gauss sobre las que volcar toda la miseria, frustración y mezquindad propia de una época. Como diría Foucault: “Hay que ser un héroe para enfrentarse a la moral de una época”. He aquí, entonces, dos heroínas.

¿Y qué logra Carrodeguas con su plasmación de la historia de estas dos hermanas en su texto? Pues una oscura fábula que no una fábula oscura porque esta obra rezuma luminosidad (y no es porque yo me haya bebido dos botellas de vino Sansón). Una fábula muy próxima al teatro de Arrabal (imposible que los personajes no nos recuerden a los del teatro del absurdo arrabaliano). Inevitable no pensar en estas Maruxa y Coralia como en unas Fando y Lis, mutatis mutandis, camino de Tar/camino del mar. Aquí las frases del texto propenden a la forma de la repetición, del eco, del estribillo. Todo el texto está apegado a una poética del esperpento. Maruxa y Coralia: dos/dúas pendancas (palabra tomada del galego: dúas candongas, coirudas, galdrapas, pécoras, pelellas, zoladas; o sea, dos fulanas, dos putas) que, a fuerza de humillación, han interiorizado esa marginación, esa periferia social a las que han querido relegarlas, ese relato del estereotipo al que someter a cierto ostracismo. Pero, fíjense, siempre hay algo peor que el ostracismo: el servilismo. Ellas fueron frontón, rompeolas, de una sociedad realmente enferma en su condición de cruel (nótese que el enfermo siempre es nombrado por el intolerante y el intolerado, de acuerdo con los principios del manual apócrifo de la intolerancia, siempre ha de bajar la cabeza y asumir el desprecio). Tiempos convulsos aquellos. Tiempos convulsos los nuestros en los que, todavía, se menosprecia al diferente, al peculiar, al que se aparta de la media o se hace burla del lenguaje que se arriesga, valiente, a ser inclusivo (entendemos que todo sigue obedeciendo a los mismos principios del manual de los intolerantes).

Con una dirección portentosa, a cargo de Natalia Menéndez, una escenografía equilibrada y un inspiradísimo vestuario de Elisa Sanz y dos interpretaciones emocionantes en los impecables registros de Mona Martínez y Carmen Barrantes, «Las dos en punto» termina emocionando (al menos al que escribe) con ese final al borde del mar, al borde de las saladas lágrimas de la indefensión aprendida.