Por Miguel Ayanz (volodia.es)
La premisa de Amistad es sencilla. Su planteamiento, honesto y directo. Su título no se esconde: la nueva obra de Juan Mayorga habla de esa difusa unión entre dos o más personas que a lo largo de los siglos, como ocurre con el amor, tantos han tratado de definir sin éxito. Grandes literatos se han asomado a ese folio el blanco. El símil viene a cuento porque otra obra sobre la amistad, la célebre Arte, de Yasmina Reza, recorría senderos similares, con un lienzo en blanco como excusa. Las obras de Mayorga y Reza caminan de la mano, hermanándose en muchos puntos aunque con notables diferencias. La primera y crucial (o acaso la última, a modo de conclusión) es que, en el caso de Reza, Arte es su obra magna, la comedia por la que es y será recordada, y en el caso de Mayorga, Amistad engrosa el sobresaliente “corpus mayorguiano” como un apunte más, interesante, con hallazgos, pero lejos de la profundidad y la capacidad para el asombro de El chico de la última fila, Himmelweg (Camino del cielo) o El crítico, por citar momentos luminosos de su trayectoria.
Insisto: la premisa es prometedora. Tres amigos se prestan a un singular juego. La idea del juego, como acto teatral, cobra sentido aquí, y el léxico sajón o francés no es ajeno a ello: “to play”, “jouer” dicen al acto de interpretar. Interpretar la vida. O , en este caso, la muerte. Es habitual en el teatro de Mayorga la representación como tema. El reto en este caso consiste en que uno de los protagonistas simula haber fallecido y estar de cuerpo presente -ataúd incluido, como su fuese un velatorio-, mientras los otros dos hablan sobre él liberados de ataduras y miramientos. Y así por turnos. Una idea fabulosa.
Cabría preguntarse si esos amigos, sabiendo que el finado no es tal, realmente soltarían lastre como lo hacen: los mecanismos psicológicos son complejos. Pero, si nos abstraemos de eso que en el cine se denomina “suspensión de la incredulidad” (“suspension of disbelief” en su original anglosajón) y aceptamos que sobre el escenario las reglas son diferentes, que lo teatral se aleja del realismo y abraza lo improbable, la idea es poderosa y prometedora. Mayorga presenta a tres viejos conocidos, tres amigos de la infancia cuyos caminos vitales los han llevado a seguir enlazados de maneras que ellos mismos acaso no querrían. Dependencias laborales y afectivas, secretos, infidelidades, abusos, omisiones… Pero también cariño, historia compartida, cercanía.
Se conocen bien. Tanto que se permiten llamarse por los apellidos, como en el colegio: Ufarte, Manglano, Dumas. Uno es un triunfador en lo material. Otro arrastra sueños fallidos. Un tercero esconde secretos. El teatro de Mayorga elude la catarsis: va construyendo y, sí, al final sabemos más de ellos que al principio, pero la mirada del autor quiere posarse con calma en las aristas internas de cada uno. Sería fácil hacer chocar esas constelaciones, esos trenes que se lanzan en sentidos opuestos a toda velocidad. Pero el teatro de Mayorga no opta por lo fácil, nunca lo hace. Es como si, antes del choque, el maquinista echara el freno. Es de agradecer la estructura y el tono que busca esta reflexión sobre la amistad entre tres hombres (que bien podrían ser tres mujeres). Se deslizan ecos de las relaciones de sumisión de El gordo y el flaco y Animales nocturnos en la pieza, pero Mayorga prefiere una mirada amable. Blanca, como el lienzo sobre el que pinta este nuevo cuadro del alma humana.
Amistad es una obra notable, divertida -ríe el público entregado a una disección espiritual que funciona como comedia comercial- y mejor que mucho de lo que se ve en cartelera, pero no redonda. No flaquea en esa suavidad de teatro no catártico, una elegancia que se agradece. Pero le falta una reflexión de más calado sobre la noción de amistad -tras ver la obra no sé bien cuál sería la conclusión- y profundizar no ya en los conflictos apuntados entre estos amigos, que están bien explicados, sino en qué implican para su relación. En el terreno dramatúrgico, “aterrizando” que dicen ahora, echo en falta algún monólogo memorable o momentos de ruptura con lo esperado, una menor comodidad estructural.
José Luis García-Pérez dirige con tino el montaje, con correcto hacer en la dirección actoral y los ritmos, una puesta en escena que se ajusta a la unidad de tiempo y espacio: todo transcurre en un sótano o local, mientras fuera la ciudad celebra fiestas o carnavales. Hay una propuesta sencilla pero efectiva de Alessio Meloni, mejor resuelta en las maderas de la escenografía que en los figurines “brutalistas” -creo que se entiende la comparación-, una estética minimalista en el vestuario que torna al trío en ejecutivos sin alma, cuando no es el caso.
Los entienden bien el propio García-Pérez, que da vida a Ufarte, el eslabón más débil de los tres, Ginés García Millán, como el macho alfa Manglano, y Daniel Albaladejo, un espíritu libre que equilibra a ambos. Son tres actores de talento sobrado y muchas tablas y su trabajo conecta con el público y tiene momentos bellos y aciertos en general. También en Arte -volvemos a Reza- había un reparto similar: el amigo triunfador que cree que todo tiene precio en la vida, el apocado sin una personalidad propia que se deja mecer y hacer, y el crítico, el inconformista que ha preferido volar libre. Por supuesto, nada encaja exactamente, son obras diferentes, pero las similitudes hacen de ellas un díptico interesante. Ahí queda para programadores.